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          A veces llegan a terapia personas que, a regañadientes, acuden porque su pareja les ha puesto un ultimátum: “o cambias o dejamos la relación”. Y te dicen que vienen sólo por su pareja, porque “ellos no creen mucho en eso de la psicología”, bien porque no saben muy bien qué se hace en sesión, porque han tenido una experiencia poco satisfactoria, o porque anteriormente acudieron a terapia de pareja y aun así se acabó rompiendo la relación.

Que el terapeuta lo arregle…

          En este punto debo hacer un primer inciso: un terapeuta no es quién para decidir si una pareja debe romper, pero tampoco para decidir si deben seguir juntos. Eso es trabajo, responsabilidad y decisión exclusiva de los dos participantes. El terapeuta está para intentar ayudar a definir valores y expectativas acerca de lo que rodea a una pareja, que no siempre es saludable. 

          A veces, cuando llegan a terapia, el enfermo está prácticamente desahuciado, y el proceso que inician, por un lado, garantiza una ruptura más higiénica, y por otro, les dota de herramientas y perspectivas más realistas y justas de cara a futuras relaciones más sanas. 

          Porque a veces, lo insano es claudicar a las imposiciones y seguir manteniendo patrones de sufrimiento sin un proyecto común. Y porque, una terapia siempre es un proceso individual, aunque se haga en pareja y sea por un objetivo, en principio, compartido.

Pegatinas vendo que para mí no tengo…

          Pero volvamos al paciente que, incómodo, se revuelve en la silla porque no quería venir. Tiene sentido su incomodidad. La persona que más quiere le ha puesto el foco encima, le ha dicho “no eres lo suficientemente bueno/a”, le ha apuntado con el dedo, y le ha trasladado la carga de “no fallar, de cambiar, o se romperá la pareja”

          Ahí, aunque no lo hayan percibido, ya no hay una posición equitativa ni de trabajo colaborativo, porque han decidido, uno por acción, y otro por omisión, que el problema no es de convivencia, sino de falta de cumplimiento de uno con las expectativas del otro. Han dejado de ser un equipo.

          A menudo, además, vienen con maleta. Las personas, en su ancestral necesidad de control, y San Google, en su infinita sabiduría, ponen ante ti una persona llena de etiquetas, que te obliga a dedicar, a veces varias sesiones, a quitar pegatinas del rostro del cliente, razonando y justificando por qué, todos esos diagnósticos que su pareja le lanzó a la cara, no son ajustados a realidad, y que si bien cumplen una función para la persona etiquetadora, estamos en nuestro derecho de no aceptarlas, ni subyugar toda nuestra experiencia e identidad a cubrir los huecos que la otra persona necesita: eso no es amor, es control, y cuidado con recorrer esa senda pues no lleva a buen destino.

          Quiero recordar que la psicología es una ciencia, que para eso dedicamos toda la vida estudiando, siendo supervisados y poniendo en continua discusión y actualización los procedimientos. Que no es un antivirus que se pasa y te dice “eres una persona narcisista y tienes un trastorno ansioso”. Que no es una cuadrícula donde buscas las coordenadas X e Y para ver en qué trastorno estamos. Y que no está para satisfacer las exigencias a la carta de un/a cónyuge que colecciona reproches.

          En aplicación del procedimiento científico, no tenemos que suponer nada; lo procedente es atender a todos los detalles y trabajar con hipótesis que mantener o descartar, y con frecuencia esas etiquetas nos aportan más por la evidencia de cómo funciona la comunicación interna de la pareja, que por el contenido real de las palabras. 

          Por ejemplo, si tu novio te dice “tú lo que tienes es un trastorno de personalidad narcisista”, en primer lugar, lo que se contempla es que la comunicación entre la pareja no es precisamente asertiva, y que el uso como arma arrojadiza de lo que sería, llegado el caso, un criterio diagnóstico, tiene más que ver con el reproche y con la coerción, que con una posición empática y constructiva.

¿Qué es una pareja?

          Pero ¿qué es una pareja? Pues no deja de ser una relación en la que se añade, en diversos grados, unos componentes decisivos como son la intimidad, la pasión y el compromiso, y en ellos se proyecta toda una colección de proyectos vitales y de expectativas, a veces poco realistas. 

          En ese espacio compartido debe funcionar el principio de reciprocidad, por el que se respete y se desarrolle el espacio que necesita cada una de las partes que viven en esa pareja, en pleno ejercicio de la propia autonomía como individuo, desde la que voluntariamente y sin renunciar a su propia identidad, decide invertir emocionalmente en esa relación. 

          Ese espacio no será ajeno a las exigencias internas y externas que cada uno de los individuos de la pareja vaya afrontando durante cada fase de la vida, ni al hecho de que somos constante cambio, y que no tenemos por qué avanzar en todas las áreas de nuestra vida a la misma velocidad que nuestra pareja. No tenemos que hacer una carrera, sino caminar juntos.

Aceptar el constante cambio

          «Bien, eso suena muy bonito y sofisticado. Pero es que resulta que mi pareja me dice que ya no soy como era al principio, y que tengo que cambiar». 

          En primer lugar, conviene tener en cuenta el concepto de “aceptación”. Como ya vimos en otro artículo, la aceptación no significa resignarse y “tragar con todo” lo que me diga mi pareja; eso sería una actitud pasiva y sumisa. 

          La aceptación pasa por una actitud activa en la que, entendiendo que hay aspectos que no nos gustan de nuestra pareja, es nuestra pareja y la hemos elegido por algo, viene con todo el pack, y aun pudiendo negociar aspectos de la relación, éstos deben ser compartidos, dentro de un proyecto común, y no impuestos o puestos como límites unilaterales y castrantes. 

          Las parejas que se acaban distanciando, no se distancian porque sean diferentes. Todas las personas son diferentes, todas las personas presentamos incongruencias, y todas las personas pasamos por distintas fases durante nuestra vida. Por lo tanto, la ilusión de permanencia es uno de los primeros sesgos que hay que erradicar, porque no es justo: “Cuando te conocí tú eras alegre y me hacías reír, y ahora estás preocupado constantemente, y yo así no soy feliz”. Traducción: “la función que tenías para mi deja de tener efecto, por tanto, ya no me eres útil, y si no haces que YO me sienta mejor, dejas de tener sentido a mi lado… debes cambiar, independientemente de que tú estés en tu propio proceso, la prioridad soy yo y que todo esté a mi gusto”. ¿A que traducido suena bastante peor?

          Por desgracia, se ve con mucha frecuencia este tipo de actitudes. Incluso acusaciones de que la pareja no es empática y no atiende a cambiar “por mucho que yo se lo pida”, sin percatarse de que esa actitud, a su vez, tampoco es empática, pues no atiende al propio proceso que tiene su pareja, sino a la propia frustración por no poder modelar, como una figura de plastilina, a la persona que en su día nos hizo sentirnos tan bien. 

Lo normal es que haya diferencias

          Las parejas que se acaban distanciando, ya tenían diferencias al inicio. Pero esas diferencias se presentaban como algo a lo que no se daba importancia. Al inicio de los noviazgos se asocia por condicionamiento operante a la pareja con situaciones agradables: viajes, regalos, atención, detalles, sexo, novedad… y las diferencias son azúcar para la relación, porque “me complementa, y si yo soy muy tranquilo, ella es muy activa, y si a mí no me gusta salir, ella me hace movilizarme y salir de mi zona de confort…”. 

          Pero una vez la pareja se embarca en un proyecto de vida, deberá hacer equipo para dar, como pareja, respuesta a las exigencias de dicho proyecto: tener hijos, la edad avanzada y cuestiones de salud y cuidado de los padres, el distanciamiento con los amigos con los que se tiene relaciones sociales menos íntimas y más superficiales, problemas económicos, laborales, el sacrificio de actividades que la propia dinámica familiar hace incompatible y que antes me gustaba tanto hacer, etc.

          Entonces, por condicionamiento, empezamos a asociar a la pareja con esas situaciones que nos producen sensaciones desagradables, y a las que debemos responder de otra forma. Entonces viene el: “tú antes eras distinto”. La situación también era distinta. Y tú también eras una persona distinta.

Coerción y vilipendio

          Ante estas situaciones, surgen malestares que cada persona trata de aliviar de una forma. Una de las que no suele ser de buen pronóstico es la coerción, que surge cuando uno, o ambos miembros de la pareja, plantean límites no negociados con la otra parte: “te prohíbo que vayas a la fiesta de empresa”, “no vas a quedar con tus amigos hoy”, “para mi es innegociable tener hijos”, “o vamos de vacaciones con mis hermanos, o nos quedamos en casa”, etc.

          La coerción quizá consiga a corto plazo el efecto deseado: que mi pareja claudique y se imponga mi postura. Pero todo recipiente es de capacidad limitada, y cuando se llena, se desborda. Y entonces viene el reproche y el vilipendio, que acaba siendo la punta de una lanza con la que atacarnos, y que va aumentando la distancia entre los dos: “ves que me aburro con tus padres y TÚ me obligas a ir a su casa”, “no haces más que estar triste y me agotas”, “a ti es que te da igual si yo estoy bien o mal” … y a veces el vilipendio pasa a ser público: “cariño deja el vino, que ya estás diciendo tonterías” (por ejemplo, en una reunión familiar), que a su vez hará que aumente la incomodidad y la falta de interés por hacer actividades conjuntas. 

El efecto golem

          Cuenta la mitología griega que el rey y escultor Pigmalión creó una escultura llamada Galatea, de la que se enamoró por su perfección y belleza y que acabaría cobrando vida. 

          Hablamos de “efecto Pigmalión” cuando el entorno de una persona deposita en ella la idea de que puede alcanzar ciertas metas y capacidades, y dicha expectativa facilita que la persona acabe lográndolas. Del mismo modo, el efecto puede ser a la inversa, es decir, proyectando unas expectativas negativas, y entonces hablamos de “efecto golem”.  

          El golem, a su vez, es un mito judío original de Praga, que consiste en un hombre de barro que cobraba vida para defender a su pueblo cada vez que se le daba una instrucción, pero cuyas acciones acababan resultando desastrosas y descontroladas. Por medio del “efecto golem” el entorno tiende a percibir a una persona como llena de defectos y atributos negativos, lo que puede provocar que la persona sienta sus capacidades como más reducidas de lo que realmente son. 

          En parejas, hablaríamos de efecto golem cuando uno de los miembros magnifica los defectos de la otra persona, lo que aumenta la percepción negativa de la pareja y puede afectar, por condicionamiento, al encontrarse en un entorno hostil y de cuestionamiento, en la satisfacción en pareja, en el grado de intimidad y en la comunicación entre ambos, creando un ciclo negativo de percepciones negativas y reproches. El problema ya no es “dónde vamos a pasar las vacaciones” sino, “cada vez que llegan las vacaciones discutimos”.

          Esto genera inseguridad, baja autoestima, resentimiento y a medio y largo plazo distancia entre las dos partes, que cada vez tienen menos ganas de hacer equipo.

¿Somos un equipo?

          A menudo, cuando aparece la lista de reproches, se incluyen aspectos que parcialmente resultan positivos y apetecibles de la otra persona. Por ejemplo, que una de las cosas que más le sedujera de su pareja fuera su estabilidad emocional y su capacidad de mantener la calma en las situaciones conflictivas, pero que ahora le eche en cara que no sea mucho más cariñoso/a, o que parezca que es demasiado “cerebral”. Todo forma parte del pack de su personalidad, y no podemos hacer una personalidad a la carta y según el día. 

          Por ello, es fundamental asumir que si hemos elegido a nuestra pareja es por algo, que habrá aspectos que nos gusten, y otros que quizá simplemente tengamos que tolerarlos. La comunicación, la aceptación y el respeto mutuo es fundamental para evitar el efecto golem, pues invalidar la forma de ser de la persona que en teoría tanto queremos, y llenarla de etiquetas negativas y de comparaciones injustas consigo mismo/a, no es un buen camino para fortalecer una relación. No conviene confundir petición con exigencia, y es importante saber que la otra persona, aunque sea nuestra pareja, es otra persona, con sus propias referencias, imaginarios, sueños y anhelos. Y su propia dignidad individual.

          Tener en cuenta las cualidades y fortalezas de la persona que hemos elegido para compartir nuestra esfera más íntima, fomentar la tolerancia y la aceptación, y entender los retos a los que se enfrente la pareja como retos de ambos, y no como algo que “tienes que resolver tú”, ayuda a partir desde una casilla menos defensiva y facilita los acuerdos. Porque nadie cambia porque le obliguen, y sí porque asuma el convencimiento de que debe hacerlo.

          Por ejemplo, si en lugar de decirle en la comida familiar “cariño, deja el vino que ya estás diciendo tonterías”, que seguramente sea visto como un ataque que requiera defenderse, se busca una ocasión privada en la que comentarle “mira cariño, me siento muy mal cuando te veo beber vino, porque durante mi infancia estuve viendo cómo mi padre llegaba borracho a casa, y nos trataba muy mal”, la cosa cambiará. Porque plantear las situaciones que NOS molestan, como algo que nos está ocurriendo a nosotros dentro, y no como un defecto inexcusable de la otra persona, que no es consciente de lo que pasa por nuestra cabeza, acaba facilitando una mejor comunicación, un acuerdo pactado de mejora conjunta, y unas reglas de convivencia no impuestas: “vale, ahora sé que te molesta verme beber delante de tu familia, a partir de ahora si te parece bien, sólo me tomaré una copa, ¿estás de acuerdo?”

          También es importante, una vez se llega a ese nivel de comunicación y aceptación, quitar etiquetas y asignaciones, y entender que, si hay algo que resolver, es cosa de equipo, y por ello no depositaré el problema en ti, sino que lo pondremos delante y ambos lo miraremos para resolverlo codo a codo, no uno/a contra otro/a

          Por ejemplo, en el caso del vino en la comida familiar, en lugar de afrontarlo como “tú tienes que dejar de tomar vino delante de la familia y punto”, que pase a ser “hay un tema que nos genera conflicto, y en el que ambos queremos sentirnos cómodos, por tanto, propongamos soluciones juntos”.

          De este modo, se fomenta una mejor percepción de la vida en pareja, nos sentimos menos amenazados, y cultivamos una actitud mucho más colaborativa ante las adversidades que hacer una comparación injusta con la parte buena que recordamos de cuando la relación no tenía más reto que comenzar a caminar. 

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