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          La psicología presenta, a pesar de ser una disciplina relativamente joven, una evolución en el tiempo que permite contar a día de hoy con una extensa variedad de tipos de terapia desde los que tratar inadaptaciones o dificultades. 

          Desde el psicoanálisis, pasando por las primeras terapias de modificación de conducta en las que el aprendizaje y el cambio eran el foco de atención, la inclusión de la forma de procesar la información con el cognitivismo, y llegando a las terapias contextuales en las que el contexto y la forma en la que la persona se relaciona consigo mismo y con las situaciones adquieren mayor relevancia. Existen terapias en las que el terapeuta acompaña al cliente en su proceso de descubrimiento personal, y otras mucho más dirigidas en las que se aplican unas técnicas a modo de protocolo en las que el terapeuta dirige y el cliente sigue las instrucciones. También existen psicólogos que se ciñen a un único marco teórico, y otros que aplican un enfoque multimodal en el que depende del punto de motivación del cliente, sus resistencias y sus características personales, se decidirá aplicar unas técnicas u otras.

          En todas las terapias, que no dejan de ser mapas para llegar al tesoro, hay elementos comunes: un espacio de confianza terapeuta-cliente, una búsqueda de sentido a los problemas, una explicación de cómo ocurren y se mantienen, y una activación y dirección para minimizar el sufrimiento y alcanzar el punto de equilibrio.

          Fue el terapeuta americano Saul Rosenzweig quien en 1936 escribió el artículo «Some implicit common factors in diverse methods of psychotherapy», en el que comparaba la eficacia de los distintos tipos de terapia y concluía que el éxito final dependía del terapeuta y de esos elementos comunes, no del tipo de terapia. A la terapia únicamente se le pedía que fuera sistematizada. Este artículo se conoció como “el veredicto del pájaro Dodo”, pues comenzaba con una frase de Alicia en el país de las maravillas, en la que dicho personaje, tras una carrera en la que todos corrían sin orden ni concierto, decía “¡todos han ganado y todos merecen un premio!”. Llevado a las terapias: “todas las terapias funcionan por igual y todas son válidas”.

          Posteriormente, en 1952, Hans Eysenck, cuestionó la eficacia de todo tipo de terapia, incluso desaconsejándolas e indicando que solamente la terapia conductista era científica y efectiva. Eran otros tiempos, otras formas de terapia y otras formas de hacer estudios. A partir de los años 70 se fue consolidando el movimiento de la psicología basada en la evidencia, y especialmente a partir de los 90, ese enfoque permitió realizar ensayos clínicos controlados, divulgar resultados, acumular y comparar estudios y ser sometidos a revisiones por otras personas para asegurar su rigor y validez. De la mano de avances tecnológicos y técnicos, se ha podido poner a prueba y aumentar la evidencia científica de qué terapias y técnicas son las más eficaces para cada tipo de trastorno, y en qué condiciones.

          Hoy, es posible ver profesionales entrenados en un modelo concreto, pero con experiencia utilizando técnicas y herramientas de otro, pues la base fundamental de la terapia es la adaptación a las características concretas del paciente que acude a recibir ayuda. Para dar la vuelta al mundo podemos hacerlo yendo al este, yendo al oeste, viajando hacia el norte o viajando hacia el sur, pero finalmente daremos la vuelta al mundo. Con las terapias ocurre algo parecido. Siempre que no viajemos en zigzag y se haya marcado la dirección adecuada para que puedan elegirse las técnicas necesarias en cada situación y contexto, pues no hay dos problemas iguales ni dos personas que acuden a sesión que sean clones con vidas idénticas. Somos personas con toda la complejidad que ello conlleva, y el concepto de taller mecánico o receta médica no funciona aquí.

          Sí que es cierto que sólo el hecho de acudir a terapia ya supone ciertos grados de mejora, pues de alguna manera supone coger la sartén por el mango, ganar control, y al introducir un primer cambio, romper, aunque sea mínimamente con una situación que está provocando sufrimiento, y en tanto que somos seres humanos, todos estamos sometidos a angustias existenciales que nos acompañarán toda la vida (la muerte, la libertad, el sentido de la vida…) y que nunca cicatrizan en soledad. Irvin Yalom decía en su libro «El don de la terapia» que «el acto de abrirse enteramente al otro y seguir siendo aceptados puede ser el vehículo más importante de la ayuda terapéutica».

          Aun pareciéndome magistral y cierta la frase del señor Yalom, y sin querer importunar al lindo pájaro Dodo, cabe matizar que el hecho de poder elegir múltiples opciones terapéuticas y de técnicas a aplicar no indica que todo sirva para todo, ni que lo único importante sean los elementos comunes. Por ejemplo, si ver sangre te provoca desmayos, cuando se produce un episodio precipitante no es el mejor momento para recomendar una relajación muscular progresiva o una respiración diafragmática que favorezca aún más una dilatación de los vasos sanguíneos. Ante un paciente con dolor crónico no aporta mucho buscar causas en la infancia para aumentar la tolerancia y la aceptación y la preservación de actividades significativas. O la práctica sin supervisión del mindfulness puede provocar un exceso de foco y de auto-observación, y en según qué casos eso puede ser perjudicial. Todas son técnicas muy útiles en otro tipo de situaciones, pero ninguna técnica sirve para todo ni para todos ni en todas las circunstancias

          Por suerte, acudir a terapia ha perdido gran parte de su estigma, y eso es algo a celebrar y tremendamente positivo. La parte menos positiva, es que a veces se toma como un producto de consumo, de comparación entre el grupo de iguales, y algunas veces acuden pacientes a consulta refiriendo que quieren que le practiques EMDR o hipnosis, como si de una carta de platos combinados se tratara, y sin saber en qué consisten realmente, ni la utilidad o conveniencia de utilizar unas u otras técnicas. Algunas veces simplemente obedece a una búsqueda de experiencia, algo que contar, y no atiende a un compromiso de cambio real, ni una aceptación de aspectos a cambiar. Practicar determinadas técnicas para determinados problemas puede no ser necesario en ese caso concreto, y pueden complicar un tratamiento posterior al poder eliminar antes de tiempo ciertas barreras que cumplían su función, y que abierto el dique puede servir más de excusa para el cambio (“la culpa es de fulanito que se rio de mí y por eso soy egoísta en mis relaciones”) que como elemento facilitador y de mejora.

          Por todo eso, es fundamental una buena evaluación del caso, concienzuda y que aborde todos los aspectos que cubren lo complejo de la vida humana, en la que todo está relacionado, y una carencia en un área puede afectar a otra aún sin ser consciente de ello hasta que se empiezan a separar los hilos de la madeja. En toda buena terapia, las primeras sesiones deberán dedicarse a hacer esa evaluación, asegurar que el terapeuta está entendiendo bien lo que va anotando, y recabar toda la información para confeccionar el mapa correcto y poder diseñar a partir de ahí por dónde vamos a empezar, en base a las preferencias del cliente respecto a aquello que más le preocupe o mayor interferencia le genere en su día a día, sin perder de vista que a veces lo urgente es enemigo de lo importante

          ¿Y una vez hecha la evaluación, cuál será la mejor terapia? Realmente una vez empieza la evaluación ya ha empezado la terapia, y el psicólogo tendrá un marco de actuación “por defecto”, que deberá ir modificando y adaptando al problema concreto y al paciente concreto, para tejer un plan de acción hecho a medida. Para ese plan a medida por suerte contamos con la evidencia acumulada, y el trabajo del psicólogo no se acabará una vez finalice la sesión, sino que habrá un estudio individual, una elaboración del caso entre sesiones, y una elección de los tratamientos más adecuados para ese caso y esa persona concretos, en base a las recomendaciones de la comunidad científica.

          La mejor terapia por tanto es aquella que, tras la evaluación y análisis de situación, mejor se adapte y atienda a las necesidades del paciente hoy para mejorar sus expectativas y herramientas de cara al futuro, siguiendo, según las recomendaciones, aquellos tratamientos que garanticen una mayor probabilidad de éxito al menor coste posible.

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