Hace un tiempo leí una entrevista al exfutbolista y exentrenador Juan Carlos Unzué, en la que decía algo así como “la palabra clave es aceptar. Lo que no puedes cambiar ni controlar pasa a formar parte de la vida, y se ha de aceptar para vivir de la mejor forma posible”. Unzué actualmente es comentarista, y dona íntegramente su sueldo para la investigación de la ELA, además de ser abanderado en diversas actividades y campañas para la visibilización de esta enfermedad. Unzué es un claro ejemplo de cómo la manera de afrontar una situación es decisiva en la forma de estar y habitar en la vida.
A menudo hablamos de salud mental, pero no tanto de regulación emocional, que es la influencia que tenemos sobre nuestras emociones, cómo las escuchamos, expresamos, y cómo somos capaces de utilizarlas para nuestro beneficio. Nuestra calidad de vida y equilibrio mental vendrá determinado por el intercambio entre lo que una situación de dificultad nos exija y la capacidad que tengamos para hacerle frente. Dicho de otra forma, la salud mental no se ve comprometida por la adversidad, sino cuando ésta supera nuestros recursos para afrontarla. Por ello, es importante desarrollar herramientas y fortalezas para que ante las dificultades podamos salir victoriosos.
Tener fortalezas no implica rigidez o dureza, pues a veces cuando algo se tensa demasiado se rompe más fácilmente, y algo más flexible y adaptable, resiste mejor. El hielo se rompe, pero el agua no. Fortalezas son aquellas cualidades y recursos que tenemos que nos permiten resolver una situación adecuadamente, y ello pocas veces pasa por la rigidez y la negación de lo que sucede.
Cuando nos ocurre algo que pone en riesgo nuestro equilibrio, nuestro cuerpo nos lanza una señal en forma de emoción para que pongamos atención, y dicha emoción se traduce en forma de sentimientos que nos sirven para entenderla. La emoción no es la avería, sólo es la luz que avisa que hay una avería. Por ejemplo, si antes de un examen notamos que el corazón nos va muy acelerado, nos sudan las manos, y sentimos las piernas inquietas… ¿qué nos quiere decir nuestro cuerpo?
Recordad: eso es la luz, no la avería. Estamos anticipando que viene una situación exigente. Ese estado de alerta es perfectamente normal y sano, pues indica que nuestro cuerpo, que prioriza sobrevivir a ser feliz, se está preparando ante un potencial peligro, y aunque un examen no ponga en riesgo nuestra integridad física, sí que es más útil esa reacción para esa situación que si acudiéramos somnolientos y con la atención baja.
Lo que ocurre es que la sensación es desagradable (tiene que serlo) para movilizarnos a resolver el desafío, y mucho dependerá de la tolerancia que tengamos para experimentar sentimientos desagradables y de nuestra capacidad para valorar su utilidad sin sumergirnos en ellos. Porque tenemos lenguaje, y si en lugar de aceptar esos sentimientos y procurar regularnos, nos quedamos alimentando al monstruo, pensando que no deberíamos estar nerviosos y que somos débiles, nos bloquearemos y seguramente lleguemos al examen en peores condiciones y no rendiremos con el total de nuestra capacidad. Ahí está la importancia de la regulación emocional. Y una de las formas de regularse emocionalmente es recurrir a la aceptación, tal como mencionaba Unzué en su entrevista.
La aceptación es hacernos cargo y asimilar la situación, sin rechazarla. Es ser conscientes aquí y ahora que lo que estoy sintiendo no es un problema sino una reacción, que tengo derecho a sentir eso mismo, que es saludable darle espacio para que cumpla su función, pero que depende de mi darle el espacio correcto. Es flexibilidad psicológica para adaptarnos y seguir con nuestro viaje ajustando las velas, porque emplear tiempo y energía quejándonos del viento sería inútil y nos impediría llegar a nuestro destino.
La aceptación no es algo nuevo. Es un concepto que entronca culturalmente con muchas tradiciones: está presente en el estoicismo, que como tradición filosófica basada en la forma de afrontar las adversidades está en la raíz de muchas terapias psicológicas de actualidad. Está también en el “que sea lo que Dios quiera”, que a veces, independientemente de si uno es creyente o no, se utiliza para dejar de darle vueltas a algo que no podemos controlar. Y la encontramos también, por ejemplo, perfectamente definida en la «plegaria de la serenidad», empleada en algunos grupos de apoyo como Alcohólicos Anónimos: “Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, fortaleza para cambiar lo que sí puedo, y sabiduría para entender la diferencia”.
No todo depende de nosotros. De hecho, la mayoría de las cosas no dependen de nosotros, aunque el mensaje de ser dueño del propio destino es muy potente, y lo vemos continuamente en la publicidad y en ciertas tendencias socioculturales que se disfrazan de profundidad pero que ignorando valores y sentido de trascendencia, se quedan en la superficie.
Por ejemplo, una palabra como “resiliencia” que en los últimos tiempos se ha puesto muy de moda. La resiliencia es la capacidad del ser humano de superar adversidades, pero es un término que llevado a lema de redes sociales no es efectivo, porque se queda como elemento meramente verbal que no actúa si no es una experiencia completa e integrada en la forma que tenemos de afrontar el mundo. Y eso tiene más que ver con la forma de actuar que con el pensamiento que cuelgo en un perfil. Somos mucho más que razón y voluntad. Me explico.
Tú puedes escribir “aprendí que ser resiliente me servía para ser feliz y no sufrir”, y convencerte con esa frase, pero seguir sufriendo más de lo debido. Porque aunque te convenzas verbalmente de que eres resiliente, si no es congruente con tu forma de afrontar la adversidad no se conecta y no sirve. Si reaccionas frustrándote cuando no te toca la lotería, o si te enfadas cuando le toca al idiota de tu vecino, o si cuando te rechazan en una oferta de trabajo lo primero que haces es decirte que no vales nada, que nunca te van a contratar porque eres una persona inútil, y te preocupa que los demás vayan a pensar que eres un perdedor… por mucho que te digas «tengo que ser resiliente» el resultado será el mismo. Y además te frustrarás y cargarás con la sensación de fracaso.
Resilientes en realidad somos todos, pues todos tenemos capacidad y herramientas para superar adversidades, con más o menos eficacia en cada situación. Descargar la frustración de forma verbal o física puede ser una forma válida de afrontarla, como medida de desahogo puntual, y siempre que no se alargue más de lo necesario ni implique ni afecte a otras personas. Gritar en un acantilado puede ser desestresante, o soltar tacos…pero solo es una descarga a corto plazo.
Instalarse en la queja también es una descarga a corto plazo, pero si es recurrente debilita más que ayuda. La diferencia real la marcamos si empleamos la energía en actuar en lo que sí depende de nosotros para adaptarnos a la situación y tratar de mejorar las condiciones dentro de lo posible. Darse cuenta de esto es importante, porque hay batallas que no tienen victoria posible, y no lucharlas te deja energía para otras que sí están al alcance, y cuyas victorias son las realmente importantes.
Cabe hacer una aclaración. Aceptación no es resignación. Aceptar una situación es un ejercicio activo, mientras que resignarse es una actitud pasiva. Y pongo un ejemplo: imaginad un experimento que consiste en un laberinto en el que hay un ratón. Éste, para poder salir, tiene que pasar por encima de una rejilla electrificada. El ratón puede responder de cuatro formas:
La primera es de bloqueo, es decir, quedándose quieto cuando reciba la descarga; en este caso, seguirá recibiendo la descarga resignado.
La segunda es de evitación: si sospecha que puede sufrir una descarga y evita cruzarla, no recibirá descarga, pero sufrirá igualmente pensando en que si toca la rejilla por error recibirá un calambrazo.
La tercera es de huída: si cuando reciba la descarga retrocede al punto de partida, habrá recibido la descarga igualmente pero al retroceder no podrá salir del laberinto.
La cuarta es de aceptación: si el ratón decide que tiene que salir del laberinto, y entiende que para hacerlo no tiene más remedio que pasar por esa rejilla, cruzará la rejilla, y cuando reciba la descarga seguirá adelante, consiguiendo su objetivo.
Recibir una descarga para salir era inevitable, pero la vivencia y el resultado es completamente distinto.
El ratón bloqueado podría pensar “no hago otra cosa que sufrir”.
El ratón evitativo pensará “es imposible salir, porque si lo intento recibiré una descarga”.
El ratón huidizo pensará “una vez lo intenté y sufrí daño, no volveré a intentarlo”.
El ratón que actuó con aceptación quizá piense “menuda descarga me llevé, pero por fin he salido, lo conseguí”, teniendo además algo que contar. Sus tres compañeros murieron de hambre dentro del laberinto. Ruego que no hagan este experimento con sus ratones.
Sí, ya sé, es muy abstracto esto de hablar de aceptación y parece querer decir “cuando algo te duela, acéptalo y ya está”, y que es fácil decirlo pero no tanto hacerlo, porque si te duele, te duele… Por supuesto que sí. Es fácil decirlo, y si nos quedamos en la superficie tal como mencionaba con aquello de la resiliencia, no sirve absolutamente de nada.
Hablar de aceptación no es decir que por aceptar algo vas a dejar de sufrir o te va a dejar de doler. La aceptación se refiere a que hay situaciones que son inevitables, pero en las que sí podemos controlar la forma de afrontarlas. Y poner en una balanza qué queremos para nuestra vida, porque a veces tocará pasar por la rejilla electrificada si queremos tener una vida dirigida no por las circunstancias, sino por nuestros valores y nuestros objetivos.
Hay personas con una salud plena que consumen horas y horas en el sofá, y otras que padecen dolor crónico o fibromialgia y salen y hacen deporte. Al día siguiente les duele todo, pero al otro afirman que se sienten mucho mejor. El dolor realmente para ellos es inevitable, pero la importancia y atención que le dan al dolor es distinta si no dejan de hacer actividades de valor, porque con ellas también tienen una vida más rica, más plena, y con mayor dominio. Al aceptar ponen su foco de interés en las cosas que le dotan de sentido a su vida, llegan a metas, y la satisfacción hace que, aún con dolor, merezca la pena.
Y claro que no es fácil, y claro que hay días en que el dolor no nos deja movernos, pero a largo plazo, la diferencia es posible y compensa. La vida ocurre en cada momento, y esperar a que todo esté bien para actuar, sobre todo cuando suceden cosas que no podemos cambiar, sólo es dejar pasar la vida, porque sucede justo al revés: sólo estamos bien cuando empezamos a actuar.
En 2004, Levitt, Brown, Orsilio y Barlow hicieron un estudio con pacientes diagnosticados con trastorno de pánico para comparar los efectos de la aceptación frente a los intentos por eliminar la ansiedad. Dicho experimento consistió en pedir a los pacientes que permanecieran en una sala en la que se introdujo CO2 al 5,5% durante 15 minutos.
Todos presentaron síntomas de pánico, pero los pacientes que fueron entrenados en estrategias de aceptación se mostraron y confirmaron sentirse menos ansiosos y evitativos, y con mayor predisposición a participar en desafíos similares en el futuro. En cambio, los que intentaron controlar y eliminar su ansiedad sintieron que ésta aumentaba. La aceptación reduce la vivencia de ansiedad y la evitación, lo que permite, como al ratón que se atrevió a cruzar la rejilla, salir del laberinto y aumentar la cantidad de situaciones de valor en la vida.
Fomentar la flexibilidad psicológica y la aceptación puede parecer complicado. Es una actitud ante la vida que a veces nos puede costar mantener, porque estamos acostumbrados a otras cosas, porque solemos convencernos de que «yo soy así y no puedo cambiar», porque la queja es más cómoda y aunque no resuelve nada alivia a corto plazo… y porque además tenemos todo el derecho de sentirnos superados a veces, necesitar desahogarnos e incluso pedir ayuda si algo nos inmoviliza. Pero si decidimos intentar el cambio, un principio podría ser ir cultivando esa actitud, como el que va haciendo un puzzle.
Podemos comenzar por darnos cuenta de cómo nos sentimos y nos expresamos cuando ocurre algo que no nos gusta, cómo reaccionamos cuando alguna cosa nos sale mal, si dejamos de hacer planes que nos gustaría hacer para no enfrentarnos a una preocupación, si nos recreamos demasiado en la queja, y preguntarnos si nos gusta sentirnos y reaccionar así.
Si la respuesta es «No», tal vez podamos valorar si no merecería la pena soltar; no tenemos que reaccionar a todo, enfadarnos por todo, ni siquiera tener una opinión de todo…decidir y asumir que en la vida no todo depende de nosotros, y que nuestra responsabilidad a veces sólo es tratar de adaptarnos a lo que ha ocurrido y seguir adelante. Ser más agua que hielo. Por nosotros y por los que nos rodean, que seguro que también agradecerán el cambio.
Hay una frase de Robert Frost que dice “resumo en dos palabras lo que he aprendido de la vida: sigue adelante”.
Tan difícil. Tan sencillo.
Un comentario
Un texto muy aclarador y esperanzador. Sobre todo porque, lejos de abusar de eslóganes fáciles, es realista. Si mencionas en la misma reseña a Robert Frost, los estoicos y cuatro ratones, eres mi tipo de psicólogo.