Una persona acude a consulta porque quiere dejar de fumar. Su pareja le ha dado un ultimátum: “o deja el tabaco o rompen su relación”. La persona, que antes de subir a consulta se ha fumado un cigarro, sabe que debe dejarlo porque, racionalmente, quiere más a su pareja que al paquete de cigarrillos.
Pero sin embargo, a los pocos minutos enumera sin esfuerzo lo difícil que será hacerlo porque “no entiende parar a tomar café sin echar ese cigarrillo”, “es que después de comer si no se fuma ese cigarro no le sienta igual la comida”, “no sabe qué hacer con las manos si no tiene un cigarrillo” o “si no fuera por este cigarrillo, no bajaría con los compañeros a la puerta de la oficina y no hablarían de sus cosas”. En esta situación se ve que, aparte de lo complejo y cantidad de funciones que cumple dicho consumo, la persona extrae una serie de beneficios del hecho de fumar que en el fondo son frenos al cambio.
Dicha persona no duda en afirmar que ha probado la hipnosis, la acupuntura, la meditación, las plegarias a deidades ancestrales en pleno equinoccio, así como toda una suerte de productos sustitutivos del tabaco. Pero nada ha funcionado, y ahora, así entre nosotros, cree firmemente que es imposible dejarlo.
Probablemente, esa persona podrá agotar el catálogo de técnicas para dejar de fumar y seguirá sin hacerlo, porque lo sustancial de base, la motivación, no la tiene, y encuentra más beneficios que perjuicios en el hecho de seguir fumando. Y aunque de forma razonada esté de acuerdo en que fumar es perjudicial para la salud, esos beneficios serán el ancla al que ceñirse cuando haga, de modo verbal y superficial, el intento de dejar de fumar. Tampoco ayudará el hecho de que haya acudido a sesión por presión de su pareja, y no porque internamente haya tomado él la decisión.
Todo el mundo en algún momento incurre en situaciones similares: si me da miedo volar y evito enfrentarme a viajar estaré eliminando la tensión de hacerlo. El miedo me justifica no hacerlo, no enfrentar a ese momento de tensión, y ese beneficio a corto plazo tiene más peso que el pensar en todo lo que me pierdo, cómo afecta a mi entorno el no poder irnos de vacaciones y el considerar cuánto me aleja del tipo de vida que me gustaría llevar. Puede que diga “me es imposible coger un avión”, autoconvencido de que mi fobia es insuperable, y precisamente esa fobia, me sirve de argumento para evitar planes de viajes y con ello, evitar el requisito inevitable que es para volver a volar, volver a volar.
A menudo en las entrevistas de trabajo se pregunta si el candidato está recibiendo algún tipo de prestación, pues aun siendo indeseable el hecho de estar desempleado, a veces trabajar para recibir una remuneración similar a la que recibe vía prestación es un freno para decidirse a aceptar los inconvenientes del mercado laboral, en balanza con los beneficios que aporta ser población activa.
Como comentaba en otro artículo, somos mucho más que razón y voluntad, y la complejidad de nuestra mente funciona con procesos conscientes, pero también con otros inconscientes que condicionan nuestro comportamiento.
Cuando tenemos algún tipo de enfermedad, se aumenta el nivel de atención que nuestros semejantes nos dedican, y en ocasiones puede provocar que nos resulte, aún con los síntomas molestos, agradable ser atendidos y cuidados. Ello no quiere decir que la persona quiera estar enferma, pero los beneficios secundarios que obtiene pueden ampliar la identificación con la enfermedad e incluso alargar la duración de la sintomatología.
En temas de salud mental, cuando alguien sufre una depresión, probablemente tenga a sus personas más significativas más pendientes de él, y de algún modo puede provocar que nos adhiramos a la patología y nos quedemos la etiqueta pues, aunque conscientemente suframos y padezcamos las consecuencias, de modo inconsciente esa atención recibida nos lleva a un rol que necesita ser cuidado y que puede compensar con atención y cariño lo que en funcionamiento normal no se recibe.
Hay personas que sufren de ansiedad y verbalizan con un ánimo incluso positivo el hecho de que su psiquiatra le haya subido la dosis de ansiolíticos, alegando que está bastante peor. No es que finja su ansiedad ni mucho menos. No es que no lo pase mal ni sufra a causa de ella, pero esa identificación con el hecho de ser diagnosticado de ansiedad y de verbalizar ante sus compañeros o sus familiares que le han tenido que subir la medicación da fe de “lo mal que está”, y aunque sea por un corto periodo de tiempo, obtiene una atención y un protagonismo ante los demás que a corto plazo supone un alivio y puede servir de ancla para complicar los procesos de aceptación y cambio. Ese “estar mal” es un puente para recibir atención, y no deja de ser un beneficio secundario.
Hay estudios que indican que la respuesta de los cuidadores influye en la percepción del dolor y el sufrimiento, de tal modo que cuando el cuidador presenta respuestas solícitas, los pacientes comunican más respuestas de dolor. No es por tanto un tema menor, y se da la paradoja que a veces por facilitar la vida a otra persona, reforzamos este tipo de conductas que, si va en detrimento de la autonomía y el avance del paciente, a la larga son más perjudiciales que beneficiosas.
Actualmente se sigue una corriente de rebajar umbrales de sufrimiento, edulcorando situaciones que conllevan aparejado un esfuerzo necesario que a medio y largo plazo supone crecimiento, y eliminando procesos de desarrollo donde conviene convivir con el éxito y el fracaso, con la gestión de la frustración porque las cosas no salgan como se esperan, y también la gestión de saber poner en justa medida la vanidad cuando se alcanza una meta. Detrás hay un trasfondo con otros objetivos y otros intereses, que anteponen el resultado inmediato al efecto a largo plazo. El beneficio secundario por encima del sentido del trayecto. Ojo con el buenismo, que suele estar alejado del humanismo, y aunque vista ropas parecidas, contiene consecuencias distintas.
Es frecuente que nos veamos incapaces de cambiar cuando los beneficios secundarios son predominantes, pues como en el caso de la persona diagnosticada de ansiedad mencionado antes, quizá tengamos que enfrentarnos con formas de relacionarse, de reaccionar, de tomar decisiones y exponernos a situaciones difíciles, renunciando al burladero que “tener ansiedad” proporcionaba. Además, perderé esa cuota de atención y mirada condescendiente, que aunque nos resta autonomía, nos da un calor momentáneo que podemos confundir con satisfactorio.
Otras veces son las mismas personas del entorno las que nos refuerzan este comportamiento. Si a la mínima que estamos resfriados hay alguien que corriendo nos trae la sopa, nos abriga, y nos pregunta varias veces al día cómo estamos, inconscientemente nos identificaremos con el papel de víctima, y el hecho de que alguien nos evite una parte de sufrimiento puede resultar adictivo. Se da el caso de que por intentar beneficiar al que no lo está pasando bien, le relegamos a un papel de paciente en el que pierde capacidad de actuar, y eso es negativo pero a la vez exige menos energía, una energía que necesitamos movilizar para iniciar cambios. El cuerpo tiende a minimizar su gasto de energía, y ésta es otra de las formas en que puede hacerlo.
A menudo lo más saludable es aceptar las situaciones en su justa medida, acompañar a la persona en lo necesario, pero no darle a la situación tanto poder ni tanta relevancia.
Ningún cambio es posible si no enfocamos de un modo más amplio nuestra existencia, si no dirigimos nuestra acción hacia valores, y siendo conscientes de que desprendernos de esa etiqueta de pobre sufridor nos va a hacer tener menos atención, cabe poner en valor que nos dará una mayor autonomía, una mayor dignidad, y una mejor relación y más equilibrada con las personas que nos rodean pues dejan de tener un rol de cuidador para poder tener un intercambio en igualdad, más recíproco y justo.
Esto no significa por supuesto que cuando una persona tenga un problema o se encuentre mal haya que retirarle el apoyo. Se trata de dirigir bien el tiro y dónde emplear ese apoyo, teniendo cuidado para no reforzar hábitos inadecuados, y que si ofrecemos un exceso de atención cuando hay una situación que provoque sufrimiento, y una vez recuperados nos olvidamos y dejamos de ofrecerla, estaremos reforzando que, ante la enfermedad o el dolor, aunque sea pequeño, esa persona se adhiera excesivamente al papel de víctima y sufridor, haciendo imposible un intercambio y una relación sana.
Lo que sí que ayuda es reforzar y apoyar toda iniciativa para el cambio y la recuperación. Aplaudir y elogiar todas aquellas acciones encaminadas a mejorar en la situación problemática, y evitar y no convertir en centro de nuestra atención la queja sistematizada, las espirales negativas, y la inacción.
Y siempre cabe actuar desde la amabilidad y no desde el reproche. Cuando funcionamos desde los beneficios secundarios, realmente se está ejerciendo una manipulación inconsciente, probablemente la persona no sabe hacerlo de otra manera, y tenemos que ayudarle, aunque su modo de proceder esté vulnerando nuestros propios derechos y necesidades.
Pero en pro de un mayor humanismo y un menor buenismo, para ser útiles, cabe ser conscientes de que a veces ayudarle es poner límites, fomentar iniciativas de cambio, facilitar una visión más amplia y más allá del propio ombligo que tenga en cuenta que su situación afecta también a otras personas en su vida, y que a veces es menos útil preguntar “cómo estás hoy”, que acompañar en el proceso y la iniciativa para mejorar su situación, así como las conductas de autocuidado.
En una relación de ayuda, siempre hay dos partes implicadas con sus propias necesidades y ambas merecen ser atendidas.